La venganza de los caracoles

Convengamos en q si me gustaban, me pasaba tardes enteras jugando entre el plantario, la alberca llena de arena, los columpios y el lastimero arrullo de las palomas, en el frondoso y templado patio de la casona que albergaba la Sala Cuna Santa Victoria, donde trabajaba mi mamá y ahí me pasaba las tardes esperandola después de la escuela.

No me era angustiante pasarme las horas sola, en verdad, era medio huraña y llorona, así que me hechizaba perderme en ese submundo imaginario que partía a hora de la siesta de los críos… salía al patio a preparar tortas con arena gruesa y cola fría, ensaladas de madreselva con aloe vera, jugos de agua a la que surtía toda clase de minerales y excrementos de gatos que se esparcían en el recoveco de la esquina derecha del un murallón blanquecino de tres metros de altura, tenía por doble misión, proteger el lugar y apiñar los caracoles que se desplazaban en el, con proverbial parsimonia. 

Si mal no rememoro, atrapaba como tres o cuatro, y eran convidados al deleite de habitar mi ciudad erguida a punta de varillas, hojas mustias, calas, vasos plásticos, envoltorios de papel, o cualquier material q dispusiera ese día para edificar, tanta faena desplegada en seis minutos de ardua creación y un séptimo dedicado a reposar y no quitar ojo de la grandiosa metrópoli resultante. La ciudad impecablemente creada era inerte, y se me ocurría poblarla con esos seres q vistos desde mis ojos oscuros, les encontraba a mi semejanza, a veces, me irritaba un poco con mis flamantes invitados, su exiguo asombro, su inconsciente desconocimiento que el mundo creado no era imperecedero, les hacia arrasar lentamente con cada especie, cada árbol y cada planta que había elaborado, se complacían contraviniendo mis instrucciones, aún así, como su suprema, en un dejo de permisibilidad, les dejaba pasar la falta, al menos no salían de naja cuando veían mis manos sumergirse presurosas de recogerlos entre las frondosas hojas de las matas de “manto de eva”.

Casi siempre, al terminar el tiempo de ocuparme de mi re-creación les perdonaba la existencia, digo casi siempre, porque he de reconocer (peligrando de ser condenada por quien se entera), que habían días en que no se qué oscuro recuerdo me nublaba los ojos y la cuidad terminaba emulando la Atlántida al quedar sumergida en un mar de fluidos salados, resultante de las lagrimas y mucosidades que se mezclaban escurriendo desde mis mejillas hasta sus rígidas conchas espirales … que va! se creían invencibles con sus corazas duras? porque no corrían? No cargan menos culpas que yo, puesto que en el último segundo concedido se quedaban disciplinados esperando, los agarraba uno a uno, giraban al ser disparados con humillación y arrebato desde mi mano y concluían el juicio cuajados en el níveo murallón.

He de hacer una pausa en mis recuerdo, para acomodar las carnes, he pasado meses incontables ya, asechada por dolores punzantes, a veces en el espinazo, otras en mis piernas… hay días que me agarra desde la nuca hasta la yema de los dedos, me asecha el miedo y la constante me da vueltas, me aterra pensar, acaso que en un lustro cargaré un cuerpo corroído por este enemigo que aparece a ratos y sin evidenciar signos de querer dejarme.

Así pues, hoy me he acordado de mis amigos los caracoles… con una mueca resultante del dolor q esta vez, le dio por presentarse en mis caderas, se me ocurrió encontrarle el origen a esta falla corporal y he elucubrado la idea; he pasado el tiempo ignorante, de que antaño mis manos fueron santificadas y elevadas como las creadoras de su cosmos y ciudades. Sin manifestar voluntad fueron arrojarlos a habitar mis creaciones. Les corrompí dejándoles emborrachar en mis bebestibles y saciase hasta el pecado de la gula en mis tortillas y mezcolanzas verdosas, eran mis dedos los ojos observantes del yo, ser poderoso, que obviando su voluntad, determinaba si les expulsaba del paraíso creado para ellos o les aventaba a expiar sus culpas en el muro de mis lamentos. 

Quizás, no era casual la facilidad de encontrarlos, quien sabe si en un extraño ritual practicaban el sacrificio caracolesco, para aplacarme la cólera. Secuela de las tardes de el levante y azote inclemente de su hada creadora, me mitificaron, para dar dilucidación al asombro inexplicable del maravilloso universo que encerraba el murallón blanquecino del jardín interior de la casona. Quizás, cuando ascendió al cielo de los caracoles, el último descendiente de mis amigos terrestres hermafroditas, ya habían desentrañado los misterios de la creación, ya se habian enterados del engaño de los muchos credos nacidos para temer y llevar una vida normada, so pena de ser castigados. Quien sabe si dedicaron los casi treinta años que han pasado a dar explicación científica al repentino abandono en que los deje el último verano, antes de nunca más, volver al entrañable patio.

Algo me dice, q por el tiempo transcurrido en la humedad del rincón, en que convergía el murallón con los plantares de enormes hojas y el quejumbroso arrullar de las palomas, al fin desmarañaron los secretos códigos de su existencia y descubrieron que yo no era omnipotente, quien sabe si la rabia después de saberse injustificadamente sometidos al terror de desafiarme, provocó que sus almas de moluscos se organizaran para cobrar venganza (y aquí otra interrogante no resuelta, como dice mi buen hijo; no porque no lo veas no existe) hasta se me ocurre q se aliaron con el viejo murallón q recibía el golpeteo de las espiradas conchas, descubrieron q mi pellejo fláccido es atravesado si se avientan con fuerza sobre mí. 

Los caracoles y el murallón blanquecino, cobran venganza, ellos me golpean y él me traslada sus dolores. Lastima q no llevé balances de cuantos fenecieron en mi juego… así no saco cuenta del tiempo que resta para que me asechen provocando quemantes punzadas en las palmas de mis manos, en mis rotulas, o en mi cráneo según sea por donde quieran flanquearme. 

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